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viernes, 8 de noviembre de 2013

Pelusa bajo la cuna


  
ladrón, celos
Imagen: by AndyGarcia666

   

A pesar de que conocía todas las calles del barrio a la perfección, siempre deambulaba por ellas como un vagabundo temeroso y solitario. Sabía quién vivía en cada casa, pero lamentablemente para él, nunca fue invitado a ninguna. 

Los vecinos, al verlo, agriaban la mirada y retrocedían unos centímetros. Él se daba cuenta pero hacía como si no le importara frunciendo el ceño y guardando silencio.

La falta de afecto que sentía, le había llevado a adquirir malas costumbres y, constantemente, fisgoneaba detrás de los cristales por el mero hecho de matar el tiempo y molestar dando sustos a alguno. De esa forma tan triste y particular, el extraño se había convertido en un experto en las intimidades de los vecinos, conociendo sus puntos débiles, sus hábitos y sobre todo, los horarios que tenía cada uno.

Una tarde lluviosa de enero se refugió en el tejadillo de un ventanal y, entretanto mantenía pegada la cara al cristal, el frío le calaba los huesos. Sin ser observado por los habitantes del interior, a través de una ranura de la cortina de encaje beige, contemplaba una habitación de paredes azules decoradas con vivaces motivos pueriles. Un enorme baúl, un armario ropero, una cuna blanca y una pequeña cama turca... Sin duda era la alcoba de un niño. 

La habitación estaba vacía y silenciosa, como si nadie estuviera en la casa, pero el fisgón sabía que a esa hora estaban todos. No se equivocaba. Unos minutos después, una mujer joven entró paseando de acá para allá, haciendo esfuerzos por dormir a un bebé que mantenía estrechamente pegado a su cuerpo, mientras lo arrullaba y le daba cariñosos golpecitos en la espalda. 

El curioso, desde su posición, sólo podía ver, y eso lo atormentaba. No sabía porque tenía esa inmensa atracción por la feliz escena. No se salía de lo particular, pero le oprimía las tripas y le obligaba a aplastar con más fuerza la cara contra el ventanal, aunque no le sirviera de nada. Lo que la madre le decía a su hijo, no atravesaba el cristal. El mirón intuyó que seguramente sería alguna cancioncilla infantil. Aún así, él seguía restregándose magnetizado contra el vidrio. La mujer, por estar atenta al pequeño, no se daba cuenta de la vigilancia del fisgón que, apresuradamente, se dio la vuelta y se alejó malhumorado... Tenía que hacer algo. 

Dio una vuelta a la manzana intentando idear un plan para entrar en la casa sin ser visto y, buscando, buscando, encontró por dónde hacerlo. Saltó una valla de madera que protegía el jardín trasero y desde allí, atravesando el reverso de la casa, llegó hasta el portón del garaje. A un par de metros divisó una ventana en la planta baja que no estaba bien cerrada, y se introdujo sin ningún tipo de dificultad por ella. 

Ya estaba dentro, en la cocina de la vivienda. Sin llamar la atención, avanzó hasta la puerta que daba al pasillo. Tenía que tener cuidado, el dormitorio en el cual vio a la madre estaba cerca. Ahora ya sabía que la mujer simplemente tarareaba algunas estrofas infantiles, de esas cursis y ridículas que a él le enseñaron en la escuela. La escena le pareció tan vomitiva que estuvo a punto de ponerse a gritar. Pero calló, apretó los puños y no cesó un su empeño. Se le había metido entre ceja y ceja llegar a la habitación del recién nacido. Avanzó de puntillas pero las suelas de goma de sus zapatos rechinaban contra el suelo de tarima. Paró en seco y lentamente se descalzó con una habilidad que daba a entender que estaba acostumbrado a hacerlo. Con los zapatos en las manos y yendo sólo con los calcetines, la empresa le pareció más simple de lo esperado. 

Caminaba silente por el pasillo cuando vio a su izquierda una puerta entreabierta y se acercó hacia ella. En ese momento, tuvo que retroceder y esconderse detrás de un taquillón porque la mujer dejó de cantar levantándose para tirar en la cocina, un pañal sucio y maloliente al cubo de la basura. 

Apoyado a cuatro patas en la superficie de madera, se agazapaba haciéndose un ovillo contra el suelo, y esperó, en la misma posición, un buen rato a que la madre volviera, pero debía estar entretenida con algo que chisporroteaba y olía muy bien en la cocina. Tal vez, estuviera preparando la cena. En esos momentos, siempre dejaba al infante en la cuna... Era su oportunidad. 

Cuando estaba a punto de salir del escondite para continuar su camino hacia la habitación azul, oyó cómo se acercaban unos pasos... De la impresión, se le cortó el hálito en el pulmón. Si lo cazaban sería su fin. Se mantuvo inmóvil. En ese momento crujió una puerta, por suerte la más alejada de él, y entre bostezos un hombre barrigudo con aspecto desaliñado salió por ella arrastrando unas roídas zapatillas hasta el salón, encendió la televisión, y poco a poco, al sentirse seguro, el intruso recobró la respiración.

El ruido del aparato fue cómplice de sus fechorías. Era tanto el jaleo que afloraba de los altavoces, que aunque hubiese tropezado, nadie se percataría. Por eso ahora caminaba seguro dejando atrás, primero la cocina donde se preparaba la cena, y luego, el salón en el que unos soldados yanquis de impoluto azul, haciendo sonar la trompeta del Séptimo de Caballería, estaban a punto de arrebatar sus milenarias tierras a los indios con sus bellos penachos de plumas blancas en las cabezas.

Sin la menor idea de que su casa era visitada por alguien tal indeseable, la mujer y el hombre seguían con sus ocupaciones. El tal indeseable, por fin, se plantó en el umbral de la habitación azul y sintió un hormigueo en el estómago. Gratamente, en vez de molestarle, le encantaba. Allí estaba esa madeja de ropa y piel rosada, tan querida por los habitantes de la casa. Acurrucada en su cuna, chupándose el dedo pulgar como si nada. Entonces el entrometido recordó las veces que sus padres le habían reñido cuando él había hecho lo mismo... Todos no tenemos la misma suerte, pensó. Y paulatinamente, mientras más se daba cuenta de lo afortunada que era aquella criatura, más la odiaba. 

El bebé era tan guapo y estaba tan mono con ese gorro de rayas azules y rojas a juego con los patuquitos, que le entraron ganas de comérselo de manera literal. Se sentía feroz, feroz y pleno. Inmensamente regocijado por la idea de engullir esas carnes rosadas y prietas. La antropofagia ya había rondado por su cabeza con anterioridad, y curiosamente, siempre había deseado comerse un niño. 

Era preciso que el infante no emitiera ningún sonido. En aquel momento pensó en ahogarlo con un cojín o llevárselo por la ventana hacia dónde pudiese cometer la maldad que tenía pensada. Lejos de sus padres, seguramente, el bebé no estaría tan mono, ni tendría tantas ganas de chuparse el dedo... Así aprendería. 

En el instante que se aproximaba a su victima, pisó un patito amarillo de goma que estaba tirado en el suelo y con su peso, pitó tan rabioso que le pareció dolido. Asustado se alejó de la cuna, y se ocultó dentro del armario ropero, pero con las prisas no tuvo cuidado y una percha se desprendió de la barra metálica, cayéndosele encima. Aún así logró cerrar la puerta del mueble antes de que la mujer entrara por el umbral de la puerta. Ella encendió la luz alarmada por el ruido; vio al bebé durmiendo plácidamente, sonrió, apagó la luz, y se volvió a marchar de nuevo. 

El desatinado mirón había estado demasiado cerca del abismo, y en ese instante el vértigo se apodero de él... Espero unos minutos hasta decidirse a abrir la puerta del armario nuevamente y al hacerlo se desprendieron el resto de las perchas. 

Esa vez lo salvó el sonido de la túrmix que, milagrosamente, empezó a batir en el momento en que éstas chocaban ruidosamente contra el suelo. Quién había violentado la privacidad de la casa a punto de ser descubierto por segunda vez. Estaba siendo demasiado difícil. Tenía que hacerlo ya. Sin más, abriría la ventana, cogería al odioso bulto asalmonado y chupón, y juntos saltarían al exterior. Eso era lo que iba a hacer.

Una vez comprobado que podía actuar sin reparos, se adelantó teniendo cuidado de no volver a pisar el maldito patito y se plantó en dos zancadas delante de su presa. Luego tuvo que retroceder un par de pasos para observar mejor el mecanismo de la cuna. Por más que intentaba bajar la barandilla, ésta no descendía. 

¿El pestillo se había atascado? Entonces, con un gran esfuerzo saltó y se encaramó a los barrotes para hacerla bajar con su envergadura. Nada. ¡Qué no bajaba! Fastidiado por las circunstancias, saltó encima de ella repetidas veces y comenzó a doblar las rodillas para darse empuje. Nada tampoco. Era como franquear la Gran Muralla China. Al intentar encoger las piernas para seguir cogiendo propulsión, descuidó el pie derecho y lo introdujo con gran dolor entre los barrotes. Pero ni un sonido salió de sus cuerdas vocales. Si quiso gritar, ese grito, él mismo, lo ahogó en la garganta. 

Ahora se sentía presa de su presa. No había sido suficientemente prudente. No le gustaba tirar la toalla pero su situación era calamitosa. Y suerte que estaba sin zapatos, pues tras varios intentos logró liberarse el maltrecho pie que estaba muy colorado. Se sentó en el suelo y se quitó el calcetín con la intención de darse un masaje en la extremidad dolorida. Pero de repente oyó la voz cantarina de la madre que se avecinaba por el pasillo. No teniendo tiempo de pensar, se refugió enrollado sobre sí mismo debajo de la funesta cuna.

La mujer pasó delante de la habitación pero no entró. Su destino era la habitación contigua, de donde había salido el hombre desaliñado y arrastrapiés. Se oyó el clic del interruptor eléctrico y a la madre maldiciendo al varón por el desorden que salía del cuarto convencida de que el bulto de ropa sucia que cargaba tenía más nervio que su marido. Así se lo hizo saber con sus gritos. 

El hombre no estaba sordo, tuvo que oírlo, pero se arrellanó en el asiento e hizo caso omiso, como si fuera lo habitual: ver, oír y callar. Esa aptitud tan sabática, seguramente, perdurase toda la semana, porque su mudez parecía inflamar la sangre de su compañera, que exasperada, seguía vociferando incongruencias mientras avanzaba por el pasillo hasta la cocina. 

La mujer abrió la puerta del lavadero y dejó la ropa en la pileta para lavarla más tarde. Cerró la puerta y los ojos al mismo tiempo. Dejó de renegar y se mantuvo unos minutos el silencio... En aptitud reconcentrada, meditaba por dentro. 

A pesar de los pesares, ella había elegido esa vida y a ese marido que, desde novios, apuntaba maneras de vago. Abrió los ojos para cerciorarse de su realidad. Suspiró y aproximándose a una vitrina, cogió un vaso de café y se puso vino. Después de cada toma del lactante solía beber unos dedos de Sansón para recuperar fuerzas y producir más leche. Se sentó en una silla de formica al lado de la mesa y bebió tranquila pensando en lo qué cocinaría al día siguiente para almorzar. Hizo algunos cálculos económicos y ajustó el presupuesto en milésimas de segundos: Arroz con verduras y alitas de pollo, a esas alturas del mes, la ternera ni probarla. Apoyó los antebrazos en la mesa; y sosteniendo el vaso con ambas manos, bebía a sorbos diminutos como queriendo estirar el tiempo, hacer eterno aquel momento gratuito de felicidad. 

…Debería haber cerrado los ojos parecía decir su mirada al girar y ver en el suelo del pasillo un calcetín con un tomate vuelto y un sucio slip del revés. Apuró el líquido, se levantó y fregó el vaso sólo con agua, lo secó con un paño y lo dejó en el mismo lugar dónde lo encontró. Esas rutinas le daban sosiego y la mantenían relativamente cuerda. 

Iba a terminar de recuperar las piezas caídas, pero decidió continuar su viaje hacia la habitación del bebé y regresar luego.

Corriendo el riesgo de delatarse, pero intuyendo que la mujer no tardaría en entrar y ver aquel desorden de perchas caídas, el oculto visitante giró saliendo de debajo de la cuna como lo había visto hacer en las películas y, arrastrándose rápido, se guareció en el lateral del baúl, sitio estratégico, porque no estaba a la vista desde la entrada. En lo posible trataría de evitar cualquier enfrentamiento, especialmente antes de lograr su malvado cometido. Esperaría en silencio a los acontecimientos durante un rato. Esta vez, sí que sería prudente.

La madre durante un segundo tuvo algo parecido a una premonición, un mal augurio. Tenía la urgente necesidad de ir a ver cómo estaba su hijo. Por eso había dejado en el mismo sitio las inmundicias, y se dirigía a toda prisa a la habitación. Pero al pasar por delante del salón, la voz dulzona del varón que quería algo, le ronroneó: “¡Cariño, una cervecita por favor!” No hay nada como una petición amable para hacer flaquear las firmes decisiones de una mujer, y en vez de continuar en su nerviosa marcha, retrocedió girando hacia la cocina.

— ¿Fría?

—Por supuesto, amor... ¿Cuánto le queda a la cena?

—Ya está hecha. A ver si llega Tomasín...

—Habrá que salir a buscarlo. Cada día se entretiene más.

—¡Hombre, déjalo media hora! Estará jugando con sus amigos.

—Bueno, media hora más.

No habían transcurrido más de dos minutos cuando el “asaltacunas” oyó de nuevo pasos que se acercaban canturreando, esta vez, con un timbre y un soniquete diferente. El hombre entró en la habitación sin dar la luz, se dirigió a la cama turca y se tumbó sobre ella. Como respuesta a su enorme peso, el bastidor se hundió parcialmente, dejando escuchar un crujido semejante a una queja, que se repetía con cada movimiento que el hombre daba. En un par de minutos llegó la mujer y encendió la luz.

— ¿Qué haces ahí tumbado? ¿Ya te bebiste la cerveza?

—Sí.

— ¿Quieres otra?

—... Ahora quiero otra cosa...

—No, que el niño estará a punto de llegar —advirtió la mujer desde el umbral.

—Entra... encarguemos otro hermanito.

—No me acerco ni loca, ¡te conozco...! Y no hagas ruido que despiertas al bebé. Sal a buscar a Tomás mientras pongo la mesa.

La mujer se marchó apagando la luz y, diez minutos después el hombre se levantó, se encaminó a la salita y se sentó nuevamente en el sofá. 

El malhechor realmente estaba de suerte. Ambos habían estado en la estancia y no se percataron del estropicio. Y ahora, le habían dejado el campo libre durante unos minutos, los suficientes para realizar lo que se había propuesto. Estaba rabioso. Sí. Y su rabia había aumentado cuándo escuchó decir que querían hacer más hermanitos... Cómo si los niños crecieran de los árboles, o cómo si se pudiesen encargar en la panadería a igual que los bollitos. La actitud de aquellos padres insensatos, le disgustaba mucho.

El desconocido salió de su escondrijo e, instintivamente, fue a mirar el pasillo; ambos progenitores permanecían distraídos por sus labores. Por un instante se mantuvo estático debajo del dintel. Observó con satisfacción la cuna donde reposaba la criatura. Avanzó lentamente varios pasos y se detuvo a los pies del lecho infantil. Otra vez el cosquilleo de inmenso placer. La proximidad de aquella carne tierna y delicada le ponía el pulso tremulento. De un salto se subió a la cuna e introdujo todo el cuerpo decidido a comérselo allí mismo. 

A través de la oscuridad vio la fragilidad de su victima. Finalmente había pasado adentro. Él estaba feliz y babeaba sonriente. ¡Por fin! Ya no podía contenerse y, quiso agarrarlo de súbito, sin embargo, sus manos no llegaron a alcanzarlo por la presencia del mosquitero. De no ser por eso, hubiera ido derecho a su captura. Intentó levantar el tul con paciencia, pero entretanto más revolvía la tela para librarse de ella, mayor era su enredo. Como no pudo quitar la red, se propuso partirla a mordiscos... la falta de algunos dientes, le impidió hacerle ni un sólo rasguño. ¿Tanto sufrimiento para nada?... Eso ni soñarlo, rumió. Se abalanzó sobre el infante, tul y todo, mordisqueando implacable cuánto se ponía al alcance de su boca. Fue entonces cuando el bebé empezó a llorar. 

Los alarmantes berridos alertaron a la madre de inmediato. La tirantez de la tela era mayor por el peso muerto del extraño, e impedía que las mordeduras alcanzasen la carne, pero, con los manotazos y los pataleos del feroz ser, las anillas que sujetaban el tul al riel de la estructura curvilínea del mosquitero, empezaban a descoserse. Un segundo más y... La madre se abalanzó sobre la cuna, y, sacando al agresor con una sola mano, le pegó un sonoro cachetazo.



— ¡Aaaaay, bicho malo! Tomasín, ¿cuántas veces te he dicho que dejes en paz a tu hermano?






© 2008, Ainhoa Núñez Reyes

1ª edición

ISBN:978-1-4461-3882-3

DL: LEÓN-1075-2010

Impreso en España / Printed in Spain

Estos relatos están inscritos en el Registro General de la Propiedad Intelectual de León. Número de asiento 00/2009/669


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