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miércoles, 4 de julio de 2012

Despedazado


Origami Rhino Un folding from MABONA ORIGAMI on Vimeo.

Félix se sentía solo.
A medida que avanzaba por la acostumbrada penumbra del largo y estrecho pasillo de la pensión, la sensación de un calor bochornoso se le pegaba al cuerpo como una capa de pintura. Aquella falta de higiene y ventilación que, con el paso del tiempo, podrían haber hecho del regreso al hogar una sutil venganza y, a pesar de que en alguna ocasión se había descubierto odiándolas, también aquel ahogo al pulmón, aquellas sombras, severas ante su ceguera paulatina, se le acoplaban al latido del corazón en perfecta correspondencia tal que, durante el diario recorrido, su ánimo virara con cada paso, y desde tiempo atrás, él mismo se asegurase en sus soliloquios nocturnos, que el Félix que vivía adentro del umbral, no tenía nada que ver con el Félix que vivía afuera. Nada. De eso estaba seguro.
Como cada noche, se encontraba todas las puertas cerradas y silenciosas. Todas, menos una. La habitación anterior a la suya, permanecía con la puerta entreabierta hasta que él llegaba. Luego, ya no sabía. Aquel cálido halo blanquecino cortaba suavemente la oscuridad marcando una frontera, una diminuta ranura que dejaba escapar destellos de otro mundo a la dimensión equidistante del pasillo. una tenue luz y una dulce melodía proveniente de un viejo transistor que, de cuando en cuando, renqueaba entrecortando la sintonía.
Cuando Félix pasa por delante, intenta girar la cabeza en sentido contrario a la abertura para no fijarse en nada que ocurriese dentro. Nunca lo conseguía. Había algo que le obligaba a mirar. Una atracción arrolladora que, segundos después, le hacía sentirse un individuo ruin e indeseable.
La señorita Hernández siempre bailaba sola con un vestido pavoroso de tul rosa y unas bailarinas blancas. Él jamás se detenía observar. El fugaz cotilleo solo duraba lo que la pisada y los remordimientos le dejaban contemplar. El resto lo intuía. Las elásticas piruetas y el rostro angelical eran pura imaginación.
Félix entró a la habitación 110. Colgó la chaqueta y el bastón en el perchero de la pared, dejó las llaves, un sobre abierto y una carpeta de cartón azul encima de la única silla del cuarto, se sentó en la cama y se descalzó, cambiando los lustrosos zapatos de piel negros, por unas roídas babuchas a cuadros en dos tonos marrón café, y uno, en blanco roto.
Ese había sido un día especial. De los que no se olvidan con facilidad. En los que nada puede salir peor. Por los que la gente aborrece la vida... Qué alivio la monotonía de la pensión, la penumbra, las puertas silenciosas y cerradas, todas menos una, la dulce melodía y la señorita Hernández danzando vestida de bailarina bajo la luz de la luna.
Esa rutina le hacía feliz. Lo ataba a la vida. Lo amarraba a la tierra. Le ayudaba a seguir yendo a la oficina, a enfrentarse a las miradas que le hacían sentirse fracasado, a no oír los silencios que pausaban las frases haciéndolas malintencionadas.
Félix se sentía solo.
Por un momento pensó que sería bueno conocer a la señorita Hernández, pero totalmente imposible. La distancia que los separaba hacia tiempo que dejó de ser pared. Ahora era un mundo. Una vida. El Universo los separaba con cada uno de sus pequeños átomos entrelazados. Ambas habitaciones eran planetas que giraban en diferente confín y, cada noche la estrechez del pasillo, la penumbra y la melodía los hacían coincidir en un giro, compartiendo un segundo de órbita.
Félix suspendía en la mano un cigarrillo. Nunca lo prendía tan pronto. Antes lo hacía voltear entre los dedos, una y otra vez, alternando la dirección del vuelco siguiendo la música hasta que la señorita Hernández la paraba.
Luego lo fumaba y, nuevamente se sentía solo.
Un extraño en el espacio infinito de la habitación, de la vieja cama y de sus oxidados muelles que chirriaban interrumpiendo el asfixiante silencio con cada minúsculo balanceo; de la silla desconchada y cimbreante, en la que, por darle alguna utilidad, dejaba la carpeta y las llaves; de la mesa coja, del libro que apoyaba esta inclinación sobre el suelo; del armario doble, de sus tristes perchas adocenadas e idénticas, de los trajes grises pasados de moda, de las camisas blancas ya amarillentas, de la humedad rancia de los cajones, del olor triste a naftalina; y del perchero colgado en la pared que no era pared, sino universo eterno.
Félix se sentía solo.
Arrastrando los pies, se dirigió al baño. Una ducha fría de cinco minutos con el recuerdo de la melodía aún resonándole en los oídos. Mientras se secaba se preguntó cuál sería su próximo paso. A la mañana siguiente ya no tendría que ir a trabajar. Eso lo aterraba.
Jubilación. La jubilación era el último trozo de pastel, el final de la rutina y la evidencia de que era un triste viejo que vivía en una pensión, al que se le había pasado la vida entre las cuatro calles, siempre peligrosas y grises, que separaban su habitación del restaurante y de la oficina; soñando, día tras día, con encontrar el valor necesario para entrar en la 108 y bailar con la señorita Hernández.
Felix notaba que el universo eterno había crecido y se apartaba de él en ese preciso momento. La carta, seguramente, habría sido el primero de una serie infinita de sucesos infinitesimales que cambiarían su vida. No le gustaban los cambios. Nunca le habían traído nada bueno. Y fiel a su endémica costumbre de adelantarse negativamente a los hechos, se vio a sí mismo convertido en un ente cuya única preocupación consistía en descubrir qué haría al día siguiente y, constantemente, no encontrando respuesta alguna.
Félix se sentía solo.
Al observar su delgadez en el espejo, le ocurrió algo. Fue un destello furtivo e impreciso que le dejó en los labios un sabor desconocido y la sensación de no haberlo saboreado bastante para poder definirlo. La implacable ansiedad de concretarlo le torturarían toda la noche, prácticamente hasta el amanecer.
Se peinó despacio sus antiguas canas y, revoloteando aún con el dejillo en el paladar, chasqueaba la lengua en espera de reconocer con qué deleite se atormentaba. Vano intento.
Cuando lo comprendió, a pesar de ser la primera vez que tenía consciencia de ello, no sintió miedo. Al contrario, pensó que era prodigioso saberlo sin haberlo conocido.
Félix se puso el pijama todo lo más rápidamente que pudo y arrastrando los pies, caminó hacia la cama deteniéndose unos segundos delante de la desportillada silla. La miró con desagrado. Sobre ella estaba la carta que le amenazaba la vida. Ella era culpable. Una sentencia, una amenaza por escrito y firmada por él. Solo era un trozo de papel, pero él pensaba en ella como una fuerza extraña, haciéndose presente con toda su brutalidad en los pequeños gestos de la vida cotidiana.
Aquella carta llegó temprano al trabajo. No sabía cuándo, pero al sentarse en el escritorio, ya lo estaba esperando. Era su cumpleaños, quizá fuese una felicitación. Posible, aunque improbable. Nunca lo felicitaban. Su cumpleaños solo era una vela más en una tarta que nadie compraba.
No abrió la carta hasta última hora. Él no quería hacerlo pero el jefe se la hizo abrir. Luego le obligó a firmarla y a aceptar las enhorabuenas de todos los compañeros, y las risitas, y los golpecitos en la espalda, y a beber aquella copa de champán brut barato.
Félix se sentía solo.
Sus compañeros, incapaces de abrir sus cerebros, seguían jugando a lo mismo juntándose en las esquinas para hablar otra vez de los mismos temas, por los mismos motivos. Tías con tías, amigos con amigos y él con una velita más. Una velita invisible para todos, que prendía en una tarta inexistente mientras el mundo, ajeno, celebraba su jubilación.
Al salir a la calle tiró en el primer cubo de basura el reloj que la empresa regalaba a los retirados. Desde que el jefe se lo puso en la muñeca, notó su peso como una fantasmagórica cadena. Eran las nueve de la noche y por la calle, solo se oían sus pasos cada vez más apurados por llegar cuanto antes a la pensión.
Horas más tarde, arropado en el lecho, seguía en el ineficaz intentó de conciliar el sueño. El destello de aquel pensamiento fugaz del baño, lo mantenía despierto y masticando hambriento aquel seductor sabor que, a pesar de los firmes propósitos de su mente por olvidarlo, aún no se le había quitado de la boca. Y de nuevo, fiel a su endémica costumbre de adelantarse negativamente a los hechos, se vio a sí mismo convertido en un ente cuya única preocupación consistía en descubrir qué haría al día siguiente y, definitivamente, no encontrando ninguna respuesta.
Poco después se levantaba. Tambaleándose fue al baño y rebuscó en los cajones del armario. Cuando encontró el objeto que buscaba, repentinamente, la angustia abandonó su pensamiento, y se desvanecieron las dudas del qué hacer al día siguiente. Al voltearlo brillante entre los dedos, mientras escuchaba en el recuerdo los dulces acordes que le tranquilizaban, por primera vez, dejó de importarle la soledad.
Tres días después, el dueño de la pensión había decidido tirar la puerta abajo de la habitación 110, luego de haberla golpeado por largos minutos sin ser atendido.

A Félix lo encontraron desangrado, sentado sonriente en una débil silla de madera que, al ser manipulada por el forense para retirar el cuerpo, cimbreó, y trágicamente, se despedazó en el suelo.

© Ainhoa Núñez

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