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martes, 31 de diciembre de 2013

2013 a tomar por culoooo

a tomar por culo 2013


… y llegó en momento de darle una patada en el culoooo. El 2013 ha sido mi año horribilis. En gran parte por mi culpa. Me aísle demasiado. Tengo mala salud desde hace mucho pero este año, junto a otros problemas no directamente míos, me han hecho la puñeta.  Ya la conocéis: La vida puede ser bastante cabrona si se lo propone, así que este año a punto de empezar, hago propósito de enmienda: atender mejor a los amigos, salir a pasear aunque haga frío, conocer a mis nuevos sobrinos, tomarme más en serio el yoga, ir más veces a ver jugar a Manuel (fútbol brrr….), superar mi miedo a los alimentos y la agorafobia (¡soy toda una joyita!), hablar más con los amigos,  y acabar, por fin, mi novela.  Para ir concluyendo, deseo que todos paséis una noche maravillosa y que el 2014 os traiga todo lo que le pidáis. Nosotros cenaremos opíparamente en casa de mi suegra. Yo seré la única que no consiga tomarme las uvas a tiempo ( y Dani, pero él no cuenta porque es pequeño) y luego binguitos buenos hasta que aguantemos. Es lo mismo de siempre pero a nosotros  nos gusta. Besitos a todos, en especial a mis hermanos, primos, cuñados y demás familia de Sevilla y Madrid, y a Ale, Moni, amigas de todas las vidas, y las nuevas que estoy empezando a conocer, Ana, Soledad, Cristina, Eugenia, Al y Desireé.... Qué la fuerza os acompañe.


viernes, 8 de noviembre de 2013

Pelusa bajo la cuna


  
ladrón, celos
Imagen: by AndyGarcia666

   

A pesar de que conocía todas las calles del barrio a la perfección, siempre deambulaba por ellas como un vagabundo temeroso y solitario. Sabía quién vivía en cada casa, pero lamentablemente para él, nunca fue invitado a ninguna. 

Los vecinos, al verlo, agriaban la mirada y retrocedían unos centímetros. Él se daba cuenta pero hacía como si no le importara frunciendo el ceño y guardando silencio.

La falta de afecto que sentía, le había llevado a adquirir malas costumbres y, constantemente, fisgoneaba detrás de los cristales por el mero hecho de matar el tiempo y molestar dando sustos a alguno. De esa forma tan triste y particular, el extraño se había convertido en un experto en las intimidades de los vecinos, conociendo sus puntos débiles, sus hábitos y sobre todo, los horarios que tenía cada uno.

Una tarde lluviosa de enero se refugió en el tejadillo de un ventanal y, entretanto mantenía pegada la cara al cristal, el frío le calaba los huesos. Sin ser observado por los habitantes del interior, a través de una ranura de la cortina de encaje beige, contemplaba una habitación de paredes azules decoradas con vivaces motivos pueriles. Un enorme baúl, un armario ropero, una cuna blanca y una pequeña cama turca... Sin duda era la alcoba de un niño. 

La habitación estaba vacía y silenciosa, como si nadie estuviera en la casa, pero el fisgón sabía que a esa hora estaban todos. No se equivocaba. Unos minutos después, una mujer joven entró paseando de acá para allá, haciendo esfuerzos por dormir a un bebé que mantenía estrechamente pegado a su cuerpo, mientras lo arrullaba y le daba cariñosos golpecitos en la espalda. 

El curioso, desde su posición, sólo podía ver, y eso lo atormentaba. No sabía porque tenía esa inmensa atracción por la feliz escena. No se salía de lo particular, pero le oprimía las tripas y le obligaba a aplastar con más fuerza la cara contra el ventanal, aunque no le sirviera de nada. Lo que la madre le decía a su hijo, no atravesaba el cristal. El mirón intuyó que seguramente sería alguna cancioncilla infantil. Aún así, él seguía restregándose magnetizado contra el vidrio. La mujer, por estar atenta al pequeño, no se daba cuenta de la vigilancia del fisgón que, apresuradamente, se dio la vuelta y se alejó malhumorado... Tenía que hacer algo. 

Dio una vuelta a la manzana intentando idear un plan para entrar en la casa sin ser visto y, buscando, buscando, encontró por dónde hacerlo. Saltó una valla de madera que protegía el jardín trasero y desde allí, atravesando el reverso de la casa, llegó hasta el portón del garaje. A un par de metros divisó una ventana en la planta baja que no estaba bien cerrada, y se introdujo sin ningún tipo de dificultad por ella. 

Ya estaba dentro, en la cocina de la vivienda. Sin llamar la atención, avanzó hasta la puerta que daba al pasillo. Tenía que tener cuidado, el dormitorio en el cual vio a la madre estaba cerca. Ahora ya sabía que la mujer simplemente tarareaba algunas estrofas infantiles, de esas cursis y ridículas que a él le enseñaron en la escuela. La escena le pareció tan vomitiva que estuvo a punto de ponerse a gritar. Pero calló, apretó los puños y no cesó un su empeño. Se le había metido entre ceja y ceja llegar a la habitación del recién nacido. Avanzó de puntillas pero las suelas de goma de sus zapatos rechinaban contra el suelo de tarima. Paró en seco y lentamente se descalzó con una habilidad que daba a entender que estaba acostumbrado a hacerlo. Con los zapatos en las manos y yendo sólo con los calcetines, la empresa le pareció más simple de lo esperado. 

Caminaba silente por el pasillo cuando vio a su izquierda una puerta entreabierta y se acercó hacia ella. En ese momento, tuvo que retroceder y esconderse detrás de un taquillón porque la mujer dejó de cantar levantándose para tirar en la cocina, un pañal sucio y maloliente al cubo de la basura. 

Apoyado a cuatro patas en la superficie de madera, se agazapaba haciéndose un ovillo contra el suelo, y esperó, en la misma posición, un buen rato a que la madre volviera, pero debía estar entretenida con algo que chisporroteaba y olía muy bien en la cocina. Tal vez, estuviera preparando la cena. En esos momentos, siempre dejaba al infante en la cuna... Era su oportunidad. 

Cuando estaba a punto de salir del escondite para continuar su camino hacia la habitación azul, oyó cómo se acercaban unos pasos... De la impresión, se le cortó el hálito en el pulmón. Si lo cazaban sería su fin. Se mantuvo inmóvil. En ese momento crujió una puerta, por suerte la más alejada de él, y entre bostezos un hombre barrigudo con aspecto desaliñado salió por ella arrastrando unas roídas zapatillas hasta el salón, encendió la televisión, y poco a poco, al sentirse seguro, el intruso recobró la respiración.

El ruido del aparato fue cómplice de sus fechorías. Era tanto el jaleo que afloraba de los altavoces, que aunque hubiese tropezado, nadie se percataría. Por eso ahora caminaba seguro dejando atrás, primero la cocina donde se preparaba la cena, y luego, el salón en el que unos soldados yanquis de impoluto azul, haciendo sonar la trompeta del Séptimo de Caballería, estaban a punto de arrebatar sus milenarias tierras a los indios con sus bellos penachos de plumas blancas en las cabezas.

Sin la menor idea de que su casa era visitada por alguien tal indeseable, la mujer y el hombre seguían con sus ocupaciones. El tal indeseable, por fin, se plantó en el umbral de la habitación azul y sintió un hormigueo en el estómago. Gratamente, en vez de molestarle, le encantaba. Allí estaba esa madeja de ropa y piel rosada, tan querida por los habitantes de la casa. Acurrucada en su cuna, chupándose el dedo pulgar como si nada. Entonces el entrometido recordó las veces que sus padres le habían reñido cuando él había hecho lo mismo... Todos no tenemos la misma suerte, pensó. Y paulatinamente, mientras más se daba cuenta de lo afortunada que era aquella criatura, más la odiaba. 

El bebé era tan guapo y estaba tan mono con ese gorro de rayas azules y rojas a juego con los patuquitos, que le entraron ganas de comérselo de manera literal. Se sentía feroz, feroz y pleno. Inmensamente regocijado por la idea de engullir esas carnes rosadas y prietas. La antropofagia ya había rondado por su cabeza con anterioridad, y curiosamente, siempre había deseado comerse un niño. 

Era preciso que el infante no emitiera ningún sonido. En aquel momento pensó en ahogarlo con un cojín o llevárselo por la ventana hacia dónde pudiese cometer la maldad que tenía pensada. Lejos de sus padres, seguramente, el bebé no estaría tan mono, ni tendría tantas ganas de chuparse el dedo... Así aprendería. 

En el instante que se aproximaba a su victima, pisó un patito amarillo de goma que estaba tirado en el suelo y con su peso, pitó tan rabioso que le pareció dolido. Asustado se alejó de la cuna, y se ocultó dentro del armario ropero, pero con las prisas no tuvo cuidado y una percha se desprendió de la barra metálica, cayéndosele encima. Aún así logró cerrar la puerta del mueble antes de que la mujer entrara por el umbral de la puerta. Ella encendió la luz alarmada por el ruido; vio al bebé durmiendo plácidamente, sonrió, apagó la luz, y se volvió a marchar de nuevo. 

El desatinado mirón había estado demasiado cerca del abismo, y en ese instante el vértigo se apodero de él... Espero unos minutos hasta decidirse a abrir la puerta del armario nuevamente y al hacerlo se desprendieron el resto de las perchas. 

Esa vez lo salvó el sonido de la túrmix que, milagrosamente, empezó a batir en el momento en que éstas chocaban ruidosamente contra el suelo. Quién había violentado la privacidad de la casa a punto de ser descubierto por segunda vez. Estaba siendo demasiado difícil. Tenía que hacerlo ya. Sin más, abriría la ventana, cogería al odioso bulto asalmonado y chupón, y juntos saltarían al exterior. Eso era lo que iba a hacer.

Una vez comprobado que podía actuar sin reparos, se adelantó teniendo cuidado de no volver a pisar el maldito patito y se plantó en dos zancadas delante de su presa. Luego tuvo que retroceder un par de pasos para observar mejor el mecanismo de la cuna. Por más que intentaba bajar la barandilla, ésta no descendía. 

¿El pestillo se había atascado? Entonces, con un gran esfuerzo saltó y se encaramó a los barrotes para hacerla bajar con su envergadura. Nada. ¡Qué no bajaba! Fastidiado por las circunstancias, saltó encima de ella repetidas veces y comenzó a doblar las rodillas para darse empuje. Nada tampoco. Era como franquear la Gran Muralla China. Al intentar encoger las piernas para seguir cogiendo propulsión, descuidó el pie derecho y lo introdujo con gran dolor entre los barrotes. Pero ni un sonido salió de sus cuerdas vocales. Si quiso gritar, ese grito, él mismo, lo ahogó en la garganta. 

Ahora se sentía presa de su presa. No había sido suficientemente prudente. No le gustaba tirar la toalla pero su situación era calamitosa. Y suerte que estaba sin zapatos, pues tras varios intentos logró liberarse el maltrecho pie que estaba muy colorado. Se sentó en el suelo y se quitó el calcetín con la intención de darse un masaje en la extremidad dolorida. Pero de repente oyó la voz cantarina de la madre que se avecinaba por el pasillo. No teniendo tiempo de pensar, se refugió enrollado sobre sí mismo debajo de la funesta cuna.

La mujer pasó delante de la habitación pero no entró. Su destino era la habitación contigua, de donde había salido el hombre desaliñado y arrastrapiés. Se oyó el clic del interruptor eléctrico y a la madre maldiciendo al varón por el desorden que salía del cuarto convencida de que el bulto de ropa sucia que cargaba tenía más nervio que su marido. Así se lo hizo saber con sus gritos. 

El hombre no estaba sordo, tuvo que oírlo, pero se arrellanó en el asiento e hizo caso omiso, como si fuera lo habitual: ver, oír y callar. Esa aptitud tan sabática, seguramente, perdurase toda la semana, porque su mudez parecía inflamar la sangre de su compañera, que exasperada, seguía vociferando incongruencias mientras avanzaba por el pasillo hasta la cocina. 

La mujer abrió la puerta del lavadero y dejó la ropa en la pileta para lavarla más tarde. Cerró la puerta y los ojos al mismo tiempo. Dejó de renegar y se mantuvo unos minutos el silencio... En aptitud reconcentrada, meditaba por dentro. 

A pesar de los pesares, ella había elegido esa vida y a ese marido que, desde novios, apuntaba maneras de vago. Abrió los ojos para cerciorarse de su realidad. Suspiró y aproximándose a una vitrina, cogió un vaso de café y se puso vino. Después de cada toma del lactante solía beber unos dedos de Sansón para recuperar fuerzas y producir más leche. Se sentó en una silla de formica al lado de la mesa y bebió tranquila pensando en lo qué cocinaría al día siguiente para almorzar. Hizo algunos cálculos económicos y ajustó el presupuesto en milésimas de segundos: Arroz con verduras y alitas de pollo, a esas alturas del mes, la ternera ni probarla. Apoyó los antebrazos en la mesa; y sosteniendo el vaso con ambas manos, bebía a sorbos diminutos como queriendo estirar el tiempo, hacer eterno aquel momento gratuito de felicidad. 

…Debería haber cerrado los ojos parecía decir su mirada al girar y ver en el suelo del pasillo un calcetín con un tomate vuelto y un sucio slip del revés. Apuró el líquido, se levantó y fregó el vaso sólo con agua, lo secó con un paño y lo dejó en el mismo lugar dónde lo encontró. Esas rutinas le daban sosiego y la mantenían relativamente cuerda. 

Iba a terminar de recuperar las piezas caídas, pero decidió continuar su viaje hacia la habitación del bebé y regresar luego.

Corriendo el riesgo de delatarse, pero intuyendo que la mujer no tardaría en entrar y ver aquel desorden de perchas caídas, el oculto visitante giró saliendo de debajo de la cuna como lo había visto hacer en las películas y, arrastrándose rápido, se guareció en el lateral del baúl, sitio estratégico, porque no estaba a la vista desde la entrada. En lo posible trataría de evitar cualquier enfrentamiento, especialmente antes de lograr su malvado cometido. Esperaría en silencio a los acontecimientos durante un rato. Esta vez, sí que sería prudente.

La madre durante un segundo tuvo algo parecido a una premonición, un mal augurio. Tenía la urgente necesidad de ir a ver cómo estaba su hijo. Por eso había dejado en el mismo sitio las inmundicias, y se dirigía a toda prisa a la habitación. Pero al pasar por delante del salón, la voz dulzona del varón que quería algo, le ronroneó: “¡Cariño, una cervecita por favor!” No hay nada como una petición amable para hacer flaquear las firmes decisiones de una mujer, y en vez de continuar en su nerviosa marcha, retrocedió girando hacia la cocina.

— ¿Fría?

—Por supuesto, amor... ¿Cuánto le queda a la cena?

—Ya está hecha. A ver si llega Tomasín...

—Habrá que salir a buscarlo. Cada día se entretiene más.

—¡Hombre, déjalo media hora! Estará jugando con sus amigos.

—Bueno, media hora más.

No habían transcurrido más de dos minutos cuando el “asaltacunas” oyó de nuevo pasos que se acercaban canturreando, esta vez, con un timbre y un soniquete diferente. El hombre entró en la habitación sin dar la luz, se dirigió a la cama turca y se tumbó sobre ella. Como respuesta a su enorme peso, el bastidor se hundió parcialmente, dejando escuchar un crujido semejante a una queja, que se repetía con cada movimiento que el hombre daba. En un par de minutos llegó la mujer y encendió la luz.

— ¿Qué haces ahí tumbado? ¿Ya te bebiste la cerveza?

—Sí.

— ¿Quieres otra?

—... Ahora quiero otra cosa...

—No, que el niño estará a punto de llegar —advirtió la mujer desde el umbral.

—Entra... encarguemos otro hermanito.

—No me acerco ni loca, ¡te conozco...! Y no hagas ruido que despiertas al bebé. Sal a buscar a Tomás mientras pongo la mesa.

La mujer se marchó apagando la luz y, diez minutos después el hombre se levantó, se encaminó a la salita y se sentó nuevamente en el sofá. 

El malhechor realmente estaba de suerte. Ambos habían estado en la estancia y no se percataron del estropicio. Y ahora, le habían dejado el campo libre durante unos minutos, los suficientes para realizar lo que se había propuesto. Estaba rabioso. Sí. Y su rabia había aumentado cuándo escuchó decir que querían hacer más hermanitos... Cómo si los niños crecieran de los árboles, o cómo si se pudiesen encargar en la panadería a igual que los bollitos. La actitud de aquellos padres insensatos, le disgustaba mucho.

El desconocido salió de su escondrijo e, instintivamente, fue a mirar el pasillo; ambos progenitores permanecían distraídos por sus labores. Por un instante se mantuvo estático debajo del dintel. Observó con satisfacción la cuna donde reposaba la criatura. Avanzó lentamente varios pasos y se detuvo a los pies del lecho infantil. Otra vez el cosquilleo de inmenso placer. La proximidad de aquella carne tierna y delicada le ponía el pulso tremulento. De un salto se subió a la cuna e introdujo todo el cuerpo decidido a comérselo allí mismo. 

A través de la oscuridad vio la fragilidad de su victima. Finalmente había pasado adentro. Él estaba feliz y babeaba sonriente. ¡Por fin! Ya no podía contenerse y, quiso agarrarlo de súbito, sin embargo, sus manos no llegaron a alcanzarlo por la presencia del mosquitero. De no ser por eso, hubiera ido derecho a su captura. Intentó levantar el tul con paciencia, pero entretanto más revolvía la tela para librarse de ella, mayor era su enredo. Como no pudo quitar la red, se propuso partirla a mordiscos... la falta de algunos dientes, le impidió hacerle ni un sólo rasguño. ¿Tanto sufrimiento para nada?... Eso ni soñarlo, rumió. Se abalanzó sobre el infante, tul y todo, mordisqueando implacable cuánto se ponía al alcance de su boca. Fue entonces cuando el bebé empezó a llorar. 

Los alarmantes berridos alertaron a la madre de inmediato. La tirantez de la tela era mayor por el peso muerto del extraño, e impedía que las mordeduras alcanzasen la carne, pero, con los manotazos y los pataleos del feroz ser, las anillas que sujetaban el tul al riel de la estructura curvilínea del mosquitero, empezaban a descoserse. Un segundo más y... La madre se abalanzó sobre la cuna, y, sacando al agresor con una sola mano, le pegó un sonoro cachetazo.



— ¡Aaaaay, bicho malo! Tomasín, ¿cuántas veces te he dicho que dejes en paz a tu hermano?






© 2008, Ainhoa Núñez Reyes

1ª edición

ISBN:978-1-4461-3882-3

DL: LEÓN-1075-2010

Impreso en España / Printed in Spain

Estos relatos están inscritos en el Registro General de la Propiedad Intelectual de León. Número de asiento 00/2009/669


bailarinas de ballet, pintura del cuerpo, arte, pintura, relatos, poesía, escultura, dibujo, carbocillo

miércoles, 30 de octubre de 2013

Oda a lo incierto

Oda a lo incierto. poesía



El grito de Much
El grito de Much


La lumbre respira, y se rasga, y gruñe para sí
en la madera de la que se alimenta sin descanso.
Y cada bocanada centáurea es una oda a lo incierto,
al Miedo a morir, a solo tener pasado.
Y su pulmón ingrávido busca el equilibrio eficaz 
entre aire, calor y traviesa,
como hacen los hombres con la memoria de un mal recuerdo
Y tan pronto enciende la oscuridad como se calma.
No sé qué pasará mañana,
tan solo que voy a llegar distinta
como si esta temporada de no verme me hubiese cambiado.
No sé qué será de mí.
El futuro siempre es una pasión deshabitada,
un desván confuso sin polvo ni libros viejos,
un recién nacido perpetuo y,
su inocencia de improviso me desgarra y,
rujo de espumas en mis olas pendientes del azar de la mar…

©Ainhoa Núñez
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lunes, 21 de octubre de 2013

El miedo es...

ilustración, dibujo, blanco y negro
A vueltas: ©Puñués


El miedo es estar en casa un domingo y, mientras haces trencitas a tu hija pequeña, te distraes mirando cómo se la pega Fernando Alonso en Magny-Cours. ¡Diooos!, ¡qué cabreo!, ¡si no llevase “una burra” se iba a enterar el Chumaker o Schumacher, o cómo sea que se diga! Toda la semana esperas a la carrera: ansiosa, nerviosa, esperanzada a ver si de una vez David se merienda a Goliat, ¿¡para esto...!? ¡Me cago en los inconvenientes! Pues bueno, ¡a otra cosa mariposa!, y dejas lo que hacías, no sin las protestas lógicas de la guaja. ¡Cariño, no te enfades!, luego sigo, ahora vamos a comer, le dices.


Al tiempo que preparas una salsa de aceite, vinagre y pimentón para las puntillas fritas, continúas enredando la madeja. ¡Qué fallo más tonto!, ¿en qué estaría pensando el Nano para acercarse tanto al muro?, ¡cuándo no es por una cosa es por otra!, y pones al fuego la sartén con el aceite para que se vaya calentando. Sacas los cubiertos del cajón; los vasos y platos de la alhacena y, acercas arrastrando la trona a la mesa. Entretanto, ves venir a tu pequeña revoltosa que va enseñando las manos limpias, aún mojadas, por encima de su cabeza. Te ríes y al girar para ver cómo está la sartén, un extraño mareo frío te atrapa. 

Retiras la sartén del fuego por si acaso. La sensación avanza, crece... Te tienes que sentar en el banco de la cocina. Te tumbas y mientras oyes la voz lejana de tu marido que pregunta: “¿Qué te pasa, cari?” Cierras los ojos e inmediatamente los vuelves a abrir. Allí está la vecina que apareció por arte de birlibirloque. Ella, con cara de asustada, pincha tu dedo con una lanceta de análisis de glucosa y tú te das cuenta que no lo sentiste. Algo le pasa a tu mano, está acolchada, hormiguea y empieza a tiritar. Todo tu cuerpo tirita. 

Te pones de pie y apagas la vitrocerámica. Empiezas a sentir ruidos distantes que se acercan, casi los entiendes, casi pero no… Se aproximan, se aproximan, ¡ahora sí!, y dicen: “¡Cari, cari!, ¿qué tal estás?” Bien, te oyes contestar: y siguen: “¿Vamos al médico?” Tú asientes con la cabeza. 

Coges una chaqueta del perchero. Te cuesta sentirte cómoda con ella. Vas al baño, te lavas las manos y la cara, están muy sudadas. ¿Cómo puede ser si tienes frío? Miras al espejo que te devuelve una imagen difusa de ti. Te pareces pero no eres tú. 

Tardas tres minutos en llegar al consultorio. Tu marido se queda aparcando. Caminas por inercia, te vas dejando llevar como un barco en alta mar por las olas. Tus pies no llegan al suelo porque sientes que algo va tirando de ti hacia arriba. Caminas, caminas, arrastrando tu cuerpo, con el alma de puntillas.

Necesitas sentarte antes de que el vértigo se apodere de ti. Entras en la consulta y te sientas en la silla que ves más próxima. Dices tu nombre, lo que sientes, y entonces contemplas la cara, poco prometedora de desconcierto de la doctora que se levanta y le dice a tu marido: “¿Esta chica siempre es así?” ¿Así?, ¿cómo que así? Te levantas indignada para contestarle como se merece y, al hacerlo, notas que tu voz no suena igual. Los sonidos se enmarañan, se atascan, se ralentizan hasta que dejan de existir. Algo llegó. Tú lo sabes. El miedo te atrapa y tú quieres huir. ¿Huir?, ¿pero cómo?, y, ¿a dónde? ¡No, no! Esto no está pasando. Te quieres despertar y corres sin ir a ninguna parte porque una pierna te falla. Te sientes caer al suelo. Cierras los ojos por un segundo y, otra vez aparece la magia… 

Ahora estás sobre una camilla y tienes puesta una vía en el brazo izquierdo. Todos te miran como si estuviesen mirando a otra persona. Te sientes lejana, fuera de ti y tú quieres volver. ¿Qué te pasa? Intentas incorporarte pero tu cuerpo no te obedece. Te sientes atrapada internamente. Llega la angustia. Va oprimiendo tu garganta, acelera tu corazón. Quieres gritar pero no puedes. Ese horror que sientes dentro se va apoderando de ti. Palpita, palpita y se retuerce. Se arrima a tu costado y se lo lleva. Todo tu cuerpo le pertenece, te lo robó. Sólo tu marido parece darse cuenta de lo que estás sufriendo y se resiste a creer lo que dice la doctora. Ataque de ansiedad, ataque de ansiedad, ataque de ansiedad. Las palabras se repiten en tu mente confundida cuando oyes decir a tu voz interior: no, no es eso, lucha, lucha, pero… ¿cómo?, ¿con quién? 

Después de discutir mucho la doctora, por fin, te manda al hospital. 

La ambulancia suena a tu alrededor, el mundo se difumina, se aleja, se quiere ir. Tú te resistes de la única manera que encuentras y te niegas a cerrar los ojos. No quieres cerrarlos. Tu mente te dice que si los cierras, no los volverás a abrir, que si los cierras, tú no serás más tú.

Llegas al hospital. El traqueteo de la camilla parece amortiguado por esa extraña bruma que envuelve todo: los pasillos, las luces, los olores, las caras... Allí nadie pregunta. Te miran y parecen saber lo que te pasa. Si lo saben, ¿por qué se callan? Tú quieres saberlo. Lo necesitas… pero nadie te dice nada. Te llevan, te traen sin hablar contigo, como si no existieras... Entonces, lo piensas. ¿Estaré muerta? Gritas, ¡estoy aquí!, pero tus labios no se mueven. Nadie te oye. Agarras con un esfuerzo supremo a una enfermera y le quitas el bolígrafo del bolsillo. Ella parece entender y te acerca una hoja mientras te dice: ¡no vas a poder! 

¡Ja!, le dices con la mente, ¿qué no?, ¡ahora verás! Intentas escribir una y otra vez, hasta que cansada, te das cuenta que, ya no sabes escribir, ni hablar, ni moverte. Lloras teniendo la certeza de que hasta ese momento, no sabías lo que era llorar, ni siquiera quién eras, ni lo que podías superar.

En este instante ya sabes que el monstruo ha venido. Sientes su dentellada feroz atravesándote la cabeza. Acostúmbrate. Llevarás su cicatriz el resto de tus días.






©Ainhoa Núñez
bailarinas de ballet, pintura del cuerpo, arte, pintura, relatos, poesía, escultura, dibujo, carbocillo



miércoles, 9 de octubre de 2013

Alzheimer

Ilustración vintage de © Puñués basada en  la fofografía "Entre mis recuerdos" de Pasotraspaso
Ilustración vintage de © Puñués basada en  la fofografía "Entre mis recuerdos" de Pasotraspaso


      María olvida con facilidad, por eso guarda todo lo importante. En el regazo, “Juan Salvador Gaviota”; en la frente, más de mil días soleados; en el corazón, aquel amor frustrado; y en los labios, un delicioso sabor a fresa… El tiempo retuvo su primer beso.


©Ainhoa Núñez

jueves, 3 de octubre de 2013

Diario de una perturbada



Diario de una perturbada


Cuando la noche fría.
a destiempo, vino a despertar
la brisa del idioma,
la palabra, cómplice, 
empapándose en llantos
buscó donde guarecerse.
Y de todos los lugares posibles,
escogió mi vientre.
Y erigió su grafía
en una ráfaga serpentina,
feroz, brutal.
Arrepentida, lavé las dudas en agua,
pero su pureza no borró mis ojos rojos,
grandes, estáticos en el espejo.
Inútil acomodar las tazas
si las cucharas tiritan culpas en el mantel,
tenía que escapar, 
había restos de estrofas húmedas en el suelo.
Rápido, rápido.
Pronto todos sabrían 
que aquella noche llovió poesía…

©Ainhoa Núñez

domingo, 22 de septiembre de 2013

Tan desconocidos

ojos by Gerardo meza jimenez
by Gerardo meza jimenez


Intenté beber tus ojos infinitos
las largas jornadas junto al mar
los ocasos plateados de tus sienes
y volver a la orilla de la primera noche,
al nacimiento salino de nuestros cuerpos.
Jamás volveré a verte con los ojos que te miro hoy
nunca volveremos a sentirnos tan distintos
tan distantes, tan desconocidos.

©Ainhoa Núñez




sábado, 24 de agosto de 2013

La escapatoria

Casa sobre zona pantanosa


La escapatoria



Aquella tarde, una bandada de pájaros cruzaba el cielo grisáceo y sus graznidos eran como un augurio de algo adverso. Yo volvía caminando del pueblo cargando en los brazos la compra semanal y, a cada paso que daba, un rayo lejano se dejaba atrapar por el trueno pocos segundos después. El trote de mis pisadas se fue acelerando al compás del ritmo arrebatado de mi corazón. No podía respirar, el aire se volvió viciado y denso. Luché por encontrar sosiego bajo aquel cielo plomizo que amenazaba con caer sobre mí como una pesada losa. Cada vez lo veía más cercano... El mundo se plegaba en torno a mí, y sin poderlo impedir, sentí ansiedad y recelo.

No queriendo contemplar las nubes que anunciaban lluvia, bajé la cabeza y fijé con la mente un punto en el espacio. Aunque mirase al suelo, sabía que mi instinto me llevaría a casa con la habilidad de un ciego, pero no pude evitar que a cada zancada nerviosa, el pánico clavara sus uñas con más certeza en mi ánimo, y al llegar frente al quicio de la puerta, el miedo ya se había apoderado de mis pensamientos por completo. 

Dentro de la casa se podía respirar. El aire pesaba menos. Permanecí un rato mirando el espectáculo de luces y resonancias intimidatorias que se desarrollaban en el cielo. Los rayos y los truenos me amedrentaban pero lo que no podía soportar, era percibir en el aire la llegada de la lluvia. No sé por qué. Esa maldita lluvia fría que estaba a punto de caer mojándolo todo me angustiaba, como si me persiguiera, obligándome a contemplarla un millón de veces desde la ventana. Avivé el fuego de la chimenea que conservaba aún un agradable calor gracias al rescoldo matutino. Fui vaciando las bolsas en los armarios, y puse la tetera en el fuego. 

Mis pensamientos se tornaron recuerdos mirando la llama del fogón de gas. Con sus chisporroteos incandescentes, olvidé la amenaza de la tormenta de forma gradual. No recuerdo qué pensaba cuando el pitido de la válvula me despertó de mis vacilaciones. Entonces me acordé de Roberto. ¿Dónde estaría? ¿Le habría sorprendido la tormenta en medio de la nada? Ya debería estar en casa.

Fuera, la lluvia caía sobre los campos secos, y yo, inquieta, avistaba el horizonte en busca de algún rastro de él por las ventanas. El agua ya desbordaba los linderos y mi corazón empezó a latir con premura. Quise poner excusas lógicas para la tardanza, mas cuando la noche sombreó la tarde, a cada trueno se me encogía el alma. El temporal arrastraba todo cuanto se interponía en su camino. Gran parte de lo que había sido mi huerto, en aquellos momentos, solo era un barrizal. Tenía que salir a buscarlo. Sin coger nada de la casa me aventuré a salir al prado. Lo llamé a gritos durante horas, hasta que prácticamente caí exhausta al suelo. No sé cuanto tiempo estuve desmayada, pero al despertar ya era noche cerrada.

En aquel instante maldije mi idea de vivir aislada del mundo. No tenía teléfono ni a quién pedir ayuda. El pueblo quedaba lejos y, con aquella tormenta, hubiese sido imposible llegar. Sola y derrotada como un capitán que se queda el último ante el desastre, regresé hundida a casa. Una extraña pereza se apodero de mi cuerpo. Mis músculos no me querían obedecer. Lentamente me cambié de ropa y cuando me secaba el pelo con una toalla frente al ventanal de la salita, un ruido venido del cielo estalló en el suelo, descargando en él, toda la rabia del averno. La casa tembló durante unos segundos, luego, poco a poco, encontró equilibrio nuevamente. 

La tormenta, lejos de amainar, soplaba con más dureza contra los tablones de madera y por cada resquicio que el tiempo había horadado en ella, el frío entraba silbando de manera siniestra. Por los cristales veía los campos anegados de agua y los árboles desplomados por el castigo del vendaval. Qué extraña parece la naturaleza cuando nos espanta, sin embargo, deberíamos verla con la misma llaneza con la que nos admiramos de la forma de una montaña moldeada por el viento, o con la misma emoción que escuchamos en trinar de un pájaro o el sonido vivo de un manantial. Todo forma parte de ella. La armonía del Tao, el yin y el yang.

Fueron pasando las horas en el reloj de cuco de la salita. Aquel pájaro cobarde cada vez se arriesgaba menos a salir del hogar, como si temiese que sus alas de madera se le fuesen a mojar. La noche se hizo eterna en mi pecho... ¿Qué habría sido de él? Me lo imaginaba extraviado y abatido en el campo con la humedad metida hasta los huesos. Acerqué el sofá al ventanal y eché algunos troncos a la chimenea. Descorrí al máximo las cortinas y me tumbé contemplando la noche sin estrellas en espera de que él volviera. Lloré. Lloré todas las lágrimas que tenía dentro, y al amanecer, con la aurora despertando detrás de las colinas empantanadas, me fui quedando dormida.

Eran las tres de la tarde cuando desperté angustiada. Miré a mí alrededor y no vi su gabán en el perchero, tampoco note su olor en la casa. Aún permanecía fuera. ¿Dónde estaría? Otra vez las lágrimas empezaron a resbalar por mi rostro. Pero, esta vez, no eran lágrimas normales. Sólo era exceso de líquido en mi interior. No sentía dolor, ni tristeza, era algo fisiológico, una necesitad del cuerpo que yo no podía evitar. Quién sabe si durante ese tiempo me había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora, en aquel salobre fluido físico. 

Tomé una taza de té caliente y salí fuera. El agua ya caía sumisa en diminutas gotas sobre el tejado. Lluvia y muerte siempre van juntas en mi mente. Quizás, entonces solo lloraba rememorando viejos lutos. Todo lo que podía divisar con la vista estaba baldío y desolado... y Roberto no estaba conmigo. Sentí dentro de mí una calma quebradiza mientras intuía que aún había esperanza. Seguramente estuviese en la casa de algún vecino tomando café caliente mientras yo desvariaba con hipótesis aciagas. Sí, eso sería. Sería eso.

Como si estuviese arrepentido del destrozo causado, a las cinco de la tarde el tiempo cambio de súbito. Las nubes ennegrecidas se fueron alejando movidas por una suave brisa, y el sol, que llevaba desaparecido desde el día anterior, ocupando su lugar en el firmamento, calentaba iluminando con fervor el enorme lodazal que había dejado la fuerte lluvia a su paso.

Pude entonces ir al pueblo y preguntar por él. Pero nadie me dio noticias alentadoras. La mayoría hacía meses que no lo veían. Él era así. Encerrado en su mundo sin prestar atención a los demás. Nunca le interesó mantener una vida social normal. Su mundo era yo, me decía siempre, y con el paso de los años se había vuelto un asceta solitario. Invariablemente era yo la que bajaba a comprar provisiones, o a hacer cualquier recado. Él se pasaba las horas trabajando con sus traducciones de libros antiguos en el desván y sólo salía dos días al mes a llevar las traducciones a la capital y a recoger el cheque de los honorarios. El día anterior fue uno de esos.

El camino del pueblo estaba todavía enfangado y decidí ir por el camino viejo, monte a través, subiendo la Loma de los Abedules Plateados, desde donde se veía las tierras de la nueva maestra del pueblo. Los viejos árboles, por suerte habían aguantado el temporal, solo algunas ramas pequeñas se veían cortadas y arremolinadas en el declive de la loma. Aproveché el viaje para recoger hojas de abedul y ortigas para preparar ungüentos y, ya me marchaba cuando al trasluz, por entre el espeso ramaje, vi un coche aparcado en la puerta. Un coche igual que el de Roberto. Entonces mis ojos sonrieron de la alegría. Roberto estaba a salvo.

Corrí ladera abajo todo cuanto me dieron las piernas. Solamente quería volverlo a ver. En el dintel, me paré unos segundos antes de llamar. No quería que la maestra me viese tan alterada. Era una mujer de ciudad y había recorrido mucho mundo. Seguro que al verme respirando con dificultad, pondría esa sonrisita de superioridad que ponía a todo aquel que, o no había salido del pueblo, o no había cursado estudios, o ambas cosas como me sucedía a mí. De todas las casas del pueblo, Roberto había ido a refugiarse en aquella. Sabiendo los dos qué arrogante era Brígida, la maestra, cuando volviésemos a casa, nos reiríamos de la ocurrencia.

A punto estuve de timbrar. Pero unas palabras melosas de Roberto, me lo impidieron. ¿A quién llamaba vida si su vida era yo? Me acerqué a la ventana y los vi. Roberto se ponía el sombrero y el gabán, mientras que la puta de Brígida se los volvía a quitar. No quiero irme, cielo, fue lo último que escuché de su boca antes de empezar a correr. Corría huyendo de él. Corría huyendo de mí. Al llegara casa me di cuenta de que no podía huir... No podía esconderme para siempre. 

Roberto tardó en aparecer y cuando llegó, ya me había dado una ducha y me había cortado el pelo. Al contrario que a él, a mí siempre me gustó tenerlo corto. Ese día aproveché la Luna menguante para que me creciera más despacio y no tener que estar retocándolo cada dos por tres. Lo esperé en el desván y le dije sube cariño, en el momento que lo oí vocear mi nombre. Yo estaba limpiando sus cosas: libracos, cuadernos, lápices, un telescopio roto, un sillón cojo de un rey Luís no sé cuántos, un calidoscopio... Roberto era un ser simétrico, atesoraba objetos valiosos y útiles, en la misma cantidad que arrinconaba trastos quebrados e inútiles. Supongo que esa misma simetría era la que le llevaba ante mí o ante Brígida. Creo que cuando me vio con la melena cortaba, sentada en su sillón cojo, limpiando el viejo Springfield, adivinó que yo lo sabía y lo que iba a suceder.

—Hola, Estela, supongo que querrás una explicación... la hay.

—Ni te la pedí, ni la quiero —dije aguantando las lágrimas en el lagrimal para que no se diera cuenta que mi aptitud fría era totalmente impostada. No quería escuchar sucias mentiras y no esperé a que me hablara...

Cayó la noche, esta vez, apacible después de la tempestad, y me dispuse a pasarla con una nueva esperanza... Quizás algún día regresara el Roberto que yo conocía. En este momento recuerdo, una mañana imprecisa como aquella del temporal, cuando mandándole un beso vi su silueta acercándose al automóvil que lo alejó de mí para siempre. Es curioso cómo pasa todo... 


****


Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. Aún le quedaba una hora de trayecto cuando se vio obligado a parar. Imposible seguir la marcha. La carretera estaba completamente intransitable, y tomó el atajo de la Loma de los Abedules Plateados. La trocha estaba peor que la carretera. Suerte que a pocos metros estaba la casa de Brígida y se podía refugiar. Lo único que le preocupaba era cómo podía avisar a Estela. Estela, su dulce Estela estaría pasándolo mal. Le dieron ganas de aparcar el coche y seguir a pie, pero las palabras prudentes de la maestra, consiguieron detenerle. 

No fue una buena noche para él. Como sabía que no podría pegar ojo, se sentó en un sillón al lado de la ventana mirando el cielo. Sólo podía pensar en Estela. ¿Cómo estaría? Aquella mañana al dirigirse al automóvil, ella le mandó un beso volador y él lo recogió entre las manos, aún lo llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta. 

                                                                            ****

Brígida estaba nerviosa. No estaba bien visto que un hombre se quedase a dormir en la casa de una mujer soltera. Ella era nueva por allí, no se sabía los acordes, pero se sabía de sobra la letra. Si alguien lo viese salir se estaría jugando el empleo, y por consiguiente, las habichuelas. Por otra parte, apenas si conocía al traductor. Tenía fama de anacoreta y se había casado con una aldeana yerbatera. Buena mezcla, pensó. Perfectamente podría ser un psicópata enfermizo, o un violador... Así que para curarse en salud, en la taza de café que le ofreció, le puso unos cuantos sedantes. Ni eso la tranquilizó. Hasta bien entrada la madrugada, no pudo alcanzar el sueño.

Sonaban cuatro campanadas en el reloj de la salita en el instante que Brígida despertó. Estaba en la planta de arriba, tumbada en la cama sin acordarse ni un instante del auxiliado de la salita. No fue hasta que se calzó las zapatillas, se abrigó con una bata guateada y se agarró al pasamano de la escalera que lo recordó, y drásticamente, el recuerdo la sobrecogió. ¿Aún tendría al extraño en su casa? Era muy tarde. Tal vez el cenobita presunto violador ya se hubiese marchado. Bajó despacio y lo vio en el suelo desmayado... Inmediatamente pensó en las pastillas. Le había resultado difícil calcular la dosis exacta para un hombre, además, tan grande como aquel que seguramente pesaría más de cien kilos, cuando ella, no rebasaba ni cincuenta, y con sólo un comprimido le bastaba para dormir toda la noche.

Intentó ponerlo de pie pero únicamente consiguió levantarle los brazos. ¿Estaría muerto? ¡Dios, mío!, gritó, qué he hecho. Ese grito fue suficiente para despertar al durmiente... Pero ponerlo de pie era otra cosa. Estuvo golpeándole en la cara y llamándolo por su nombre, pero él sólo sonreía e intentaba besarla llamándole Estela. Hasta una hora y tres cafés sin droga más tarde, el narcotizado no se reincorporó. Aún de pie, seguía confundido y negándose a marchar. .. Se puso muy pesado con eso. Cuando le llamó: cari, vida y unos cuantos vocablos amorosos, y se puso el gabán al revés, y el sombrero torcido... Brígida comprendió que aquel hombre no estaba en condiciones para marchar a ningún sitio. Se los quitó y llevándolo al sofá, lo recostó como buenamente pudo. Si se llevaba a saber del casi homicidio impremeditado, aunque imprudente, tras de su corta estancia en el pueblo, tendría que pasar una larga estancia en la cárcel.

Roberto, al despertar posteriormente, no sabía dónde estaba. Esos muebles, esas cortinas... no le resultaban familiares. Pero al ver la cara asustada de Brígida, lo recordó todo... o, casi todo. Él se quedó dormido en un sillón cerca de la ventana, y no tenía ni idea de como había llegado al sofá. 

La maestra se lo explicó a su manera pues, de ninguna forma podía confesarle lo de las pastillas, y achacó su falta de recuerdos a una fiebre infernal que le mantuvo tumbado en el sofá toda la noche. Roberto le dio las gracias avergonzado y le pidió perdón por haber sido un invitado tan molesto. Luego se despidió y condujo veloz hasta su casa.

Sacó las llaves para abrir la puerta pero ya estaba abierta. Le extraño que Estela no le recibiese... Necesariamente tendría que haber oído el motor del coche. Miró al perchero de la entrada. Allí estaban su chubasquero y, al lado, sus botas de agua embarradas. Quizás estuviese en el baño, fue y nada... ¡Qué extraño!, recapacitó y se dispuso a llamarla. Su voz dulce y cantarina le respondió desde el desván, y pensó que seguramente se refugió allí para sentirse más segura. Su pobre niña... Ahora se arrepintió de haber hecho caso a Brígida. Lamentaba en su interior no haber caminado hasta casa, y haber dejado tanto tiempo sola a Estela.

Subió los estrechos peldaños de la escalera de madera del desván, y uno a uno, crujieron a su pasó. Empujó la puerta semiabierta y allí estaba la tierna Estela sentada en su sillón, sin la larga melena que él adoraba... En un suspiro lo entendió todo. Lo había dado por muerto y ahora no entendía, cómo sin estarlo, llegaba tan tarde y tranquilo. Se lo intentó explicar pero no tuvo tiempo... Vio un fogonazo, escuchó un disparo y se desvaneció subiendo al cielo.


****


Roberto no podía creer que estuviese muerto por más que San Pedro quisiera llevarle adentro. Se negaba a entrar, porque afirmaba que alguien se había equivocado o, debía ser un error burocrático... Estela, jamás, haría eso. 

San Pedro, aún sin tener prisa, tomó cartas en el asunto. Por su oficio, ya había tratado con más pesados de aquellos y sabía que seguiría erre que erre por toda la eternidad a menos que le pusieran un vídeo. Aún así, el hombre no podía entender cómo su mujer había supuesto eso. Lo que dijo de una tal Brígida no se pudo oír porque en el cielo, todos los insultos, son censurados con silencio. 

Roberto se cerró en banda, rehusando a asumir que de esa forma absurda se había cegado su vida... No era justo, y por milésima vez no quiso entrar en la gloria. Suplicó y suplicó por otra oportunidad de volver a estar vivo, hasta que todos los Santos del Cielo le hablaron de la escapatoria. Era el único recurso para aquellos que dejaron algo por concluir, le dijeron, pero rara vez funcionaba... siempre volvían pronto y con la tarea aún por hacer, a pesar de que podía utilizarse infinitas veces.

San Pedro le dejó intentarlo, pero con la condición de que al regresar no podría recordar que estuvo muerto, ni nada de lo vivido después de esa fecha. Roberto aceptó sin entender muy bien lo que le decían. En el momento de partir, cuando ya se desvanecía, algunos ángeles le decían que no lo hiciese porque todos regresaban con la misma cara de confusión con la que llegaron al paraíso.


****

Roberto finalmente regresó a casa en el momento que estallaba la tormenta. Los rayos estaban cada vez más próximos y se vio envuelto en una lluvia torrencial. La mañana había sido un coñazo. La secretaria de la editorial no había ido al trabajo, por lo tanto el cheque no estaba preparado, ni el banco abierto cuando lo estuvo, así que hubo de esperar a que su jefe cerrase la caja del día para cobrar en metálico. ..

La escapatoria

©Ainhoa Núñez Reyes

sábado, 17 de agosto de 2013

Pintura corporal o body painting

Modelo body painting (pintura corporal)
© REUTERS/ by Heinz-Peter Bade
Este artículo podremos comprobar que El arte del body painting, estétimente, es intenso y seductor, tanto visual como simbólicamente.  No se pierdan el vídeo del final.

Artículo y galería completa: Arte: el body painting


miércoles, 14 de agosto de 2013

¡Jo!

                                                             
                                                 
Rajoy y Camp sacando la lengua
© Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia



Por aquella época, Félix estaba enfadado con Dios. Como católico siempre cumplió con sus deberes. Si alguna vez fue tentado por la lujuria del alcohol y otras drogas, se deshizo de ella a puro latigazo. Llegó a pasar hambre para que otros no la pasaran. Jamás pensó en otra mujer que no fuese la suya. Nunca se compró el coche soñado porque con los donativos a la Iglesia no le alcanzaba... y cuando fue atropellado por un vecino borracho, gordo y putero que tenía un Touareg, ambos subieron al cielo.

©Ainhoa Núñez Reyes

domingo, 4 de agosto de 2013

Al alba




Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no sé qué estrellas son éstas
que hieren como amenazas
ni sé qué sangra la luna
al filo de su guadaña.

Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones,
amor mío, al alba,
al alba, al alba.

Los hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.

Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.


Luis Eduardo Aute

jueves, 1 de agosto de 2013

Aunque tú no lo sepas


Aunque tú no lo sepas 
me he inventado tu nombre, 
me drogué con promesas 
y he dormido en los coches. 
Aunque tú no lo entiendas 
nunca escribo el remite en el sobre 
por no dejar mis huellas. 

Aunque tú no lo sepas 
me he acostado a tu espalda 
y mi cama se queja 
fría cuando te marchas. 
He blindado mi puerta 
y al llegar la mañana 
no me di ni cuenta 
de que ya nunca estabas. 

Aunque tú no lo sepas 
nos decíamos tanto, 
con las manos tan llenas, 
cada día más flacos. 
Inventamos mareas, 
tripulábamos barcos 
y encendía con besos 
el mar de tus labios.

    Enrique Urquijo

martes, 30 de julio de 2013

Omar Ortiz : Desnudos de mujer

    
Pinturas de Omar Ortiz, realismo, pinturas de mujeres, arte pictórico

      
Omar Ortiz pinta desnudos de mujer de forma hiperrealista y supedita la figura humana, traza fondos y texturas en un enredo prodigioso de telas y piel. Sobrecoge desde el primer parpadeo. 

Leer el artículo completo y ver una galería de su arte: OMAR ORTIZ : DESNUDOS DE MUJER 



miércoles, 24 de julio de 2013

Sé quien eres

Ilustración digital de la artista gráfica puñués, noche oscura y soledad
 Entropía by Puñués


Sé quien eres. Hace tiempo que nos observamos. Dime tú. ¿Cómo sabemos que sólo por estar aquí, leyendo o escribiendo estas líneas, o al respirar, en el momento que entramos a este blog, o en el primer café de la mañana, no hemos puesto en marcha los acontecimientos que algún día nos llevarán a la muerte? Dentro de 50 años, de 20, de 10, mañana, incluso, hoy. No lo sabemos. Decimos que la hora de la muerte no se puede predecir, y al así decirlo, nos imaginamos que, esa hora, está en un futuro oscuro y distante, a nadie se le ocurre pensar que tenga algo que ver con el día que acaba de empezar, o con la última elección que han tomado y que la muerte pueda atraparnos en este mismo momento. Si en esta misma frase empezáramos a morir, al llegar a la segunda coma, nuestra respiración se aceleraría cada vez más, haciendo inevitable que en la última palabra encontremos la muerte

© Ainhoa Núñez Reyes

martes, 16 de julio de 2013

Jesuitas: los soldados sin espadas


 imagen de san francisco de asís, fundador de los jesuitas

Habéis oído decir: Con la iglesia hemos topado. Por estas cosas lo dicen:  El juramento de ordenación de nuevos miembros decía así: “Prometo y declaro que, cuando se presenté la oportunidad, haré la guerra sin descanso ni cuartel, secreta o abiertamente, contra todos los herejes, protestantes y liberales, tal y como se me ha ordenado hacer, hasta exterminarlos y extirparlos de la faz de la Tierra; y que no los respetaré por su edad, sexo o condición: y que ahorcare, abrasaré, mataré, herviré, desollaré o enterraré vivos a todos los infames herejes; cortando los estómagos y vientres de sus mujeres y estrellando las cabezas de sus infantes contra los muros, a fin de aniquilar para siempre su execrable raza... Jesuitas .

sábado, 6 de julio de 2013

Lo que nunca había entendido

ilustración digital, artista puñués, muerte en un callejón, carne de cañón
Carne de cañón by Puñués


Me estoy muriendo. 

Cierro los ojos. Mi pecho expulsa con dificultad un tímido aliento. Todo se vuelve oscuridad.

Los edificios, testigos mudos, se alzan inmóviles en la negrura de la noche, insensibles a mi sufrimiento. No sé si veo o imagino los rostros de curiosos que se asoman por las ventanas, momentos antes, vacías. 

¿Están? 

¿Me miran? 

¿Estoy?

¿Los miro?

A lo lejos se abre una puerta. Las luces están encendidas y puedo oír la voz de mi madre llamándome para cenar. Deseo estar allí. Levantarme y caminar hacia mi hogar. Sonrío. No pienso en nada. Me siento seguro, feliz de haber vuelto.

No hace ni media hora que salí de casa, y ahora mi cuerpo, tirado en la acera, se enfría rápidamente.

Nunca lo había entendido. Las ausencias, los deseos, las pérdidas, lo fácil, lo difícil, los líos… todos son uno. Nada es bueno o malo. Forman parte de lo mismo. En igual medida, en la misma proporción siempre son positivos. Vivir, vivir es positivo.

Debería haber sido fácil. Te atracan en un callejón, entregas lo que tengas y final de la historia. Sin disparos, sin sangre, sin víctimas. Pero a veces las cosas se complican.

Yo amo. Recuerdo una niñez feliz con mis padres. Echaré de menos a los colegas. No soporto pensar que nunca más veré los ojos de Isabel, ni esa manera suya, tan particular, de recogerse el pelo. El sexo. Echaré de menos el sexo. Las peleas, la mayoría innecesarias. El repetido llanto de ella… qué ironía. La hice llorar en vida y me arrepiento casi muerto.

Cada vez me cuesta más respirar, y no obstante, lo que antes no había tenido ningún significado para mí, ahora lo tiene.

Me río por dentro. ¡Qué estúpido! ¿Ya está? ¿Todo se acaba?

No puede ser. Alojo una pequeña esperanza de que alguien llegue, de que alguien pueda ayudarme, pero las calles abren sus oscuras gargantas, vacías y silenciosas, como… muertas.

Miro al cielo. Apenas hay estrellas que me acompañen. Tengo frío. Pierdo fuerza en las manos. Las manos son mi último cartucho. Se mantienen húmedas y calientes tratando de taponar el agujero que se abre en mi vientre. 

Aquel hombre tenía una pistola y no la vi. Se la sacó mientras yo, asustado, cogía el dinero de la billetera.

Disparó. Caí al suelo. Luego, él recogió los billetes y la cartera… Se marchó dejándome tirado en el suelo. 

¿Por qué había hecho aquello?

No fue necesario. Al fin y al cabo, solo soy un simple ladrón. Intentaba ganarme la vida de la única forma que sabía.

©Ainhoa Núñez Reyes


viernes, 28 de junio de 2013

Daños menores

Seres superiores, hombres contemplativos, monjes
Ellos © Puñués


Los monjes ancianos del monasterio de la Bénisson-Dieu aceptaban con resignación las miserias de la vida, pero los más jóvenes, en cambio: parecían estar sumergidos en una continua frustración. No es difícil de comprender puesto que la mayoría de ellos eran religiosos por imposición. Pertenecían a la baja nobleza, y esa era la manera más barata y sencilla de dar prestancia social a las familias cargadas de hijos, en un mundo donde sólo el mayor, heredaba las riquezas del padre. No era de extrañar, las constantes guerras fratricidas, que ayudadas por los brotes de peste y más aún, la falta de higiene: desarbolaban el panorama social.

Pero eso al padre Arnaud, poco le importaba. De hecho a él, sólo le competía, aviar la despensa con los diezmos de los campesinos y encargarse de la recolección de la cosecha del monasterio. Esa era su labor y prescindía de todo lo demás. Se podría decir que era un fiel ciervo del Señor y que cumplía al detalle cada obligación. Nunca descuidó un oficio por muy vespertino o mañanero que fuese. Nunca faltó al respeto, ni miro con desaire a nadie por muy descabellada que le pareciesen sus ideas y palabras, al contrario, se mostraba sereno y benevolente. Al fin y al cabo, era, por obra y gracia de Dios, el de más edad y juicio. 

Personalmente, no le gustaban los cambios. Solía decir que si Dios así lo había querido, ningún alto hombre, por sabio y pío que fuera, debía decidir lo contrario. Por eso, empezó a estar preocupado por la actitud ignominiosa del nuevo prior. Llegó a creer que tras varia semanas se calmarían los empeños del recién llegado y todo volvería a la normalidad y su dejadez pacifica y acostumbrada. Lejos de ello, se mostraba cruel y ofensivo: pasándose la jornada fustigando obstinado y irracional por todo lo que a él le parecían graves pecados, como la falta de limpieza en los establos y en la recamara común, la cual se negó a compartir encargando al carpintero una propia donde acomodar su jergón. Así fue como se apartó de la costumbre, hasta entonces arraigada, de compartir intimidad, ronquidos y hedores entre los hermanos. 

Pensaba Arnaud que, no conforme con tales aberraciones, obligarlos también a quitar las malas hierbas del piso de la iglesia, a lavar los hábitos y las barricas de vino, a defecar en la letrina, incluso, les exigía aseo mensual: cuando de todos es sabido que el gusto por el baño es poco piadoso y petulante... Era, del todo, corrompido y diabólico. Las abluciones, el cristiano justo las debe evitar ganando por ello en prudencia y en santidad. El agua, además de desagradable, podía ser mortal en las muchas enfermedades que provoca: una buena capa de mugre, protege, quitarla sería perversión insana. Por eso, el prior estaba enfermo. Nada tenía que ver las infusiones matutinas preparadas con reverencia por él, eso, sólo aceleraba los efectos nocivos del agua. En su magnificencia encontró el remedio más justo y sensato: la muerte rápida y compasiva de un hombre, contra la lenta y agónica de todo el monasterio.



© Ainhoa Núñez Reyes


lunes, 17 de junio de 2013

Una única respuesta



 desnuda y sola en la arena

                                      Una única respuesta




“Todas las familias felices son parecidas; todas las familias desdichadas son desdichadas a su modo.” Anna Karenina. Leon Tolstoi.



Era la primera vez, desde que abandoné la facultad, que regresaba a casa, si se puede decir a casa, al lugar donde presencié la caída en picado de todos y cada unos de mis sueños infantiles. Así que no fue el azar quien me recondujo a aquellos paramos de Castilla, sino el deseo de encontrar respuestas a tantas preguntas. Por muchos años, había evitado la confrontación, y, ahora quería tenerla. Era mi catarsis, la purga de los sentimientos que habían perturbado mi equilibrio nervioso desde pequeña, convirtiéndose en enfermedad. Sé que siempre he estado enferma del alma y en ese momento necesitaba ahuyentar a tantos fantasmas que rondaban mis noches.

Hay enfermedades que te matan rápido. Un plisplás y... Nadie se lo espera. Son las mejores. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué tragedia o con lo joven que era. Te convierten en santo o santa aunque fuésemos unos calaveras. Entonces dicen que te has perdido mucho porque te quedaba muchos años y que ha sido, una gran perdida. Morirse joven engrandece. En cambio, morirse de a poco, como antiguamente hacían los tísicos, te denigra. Luego cuando te recuerdan siempre dicen qué a gusto estará ahora o para estar sufriendo, mejor muerto. Esas dos varas de medir que existe en la muerte, también existe en la vida.




Si eres o aparentas ser simpático, cumples o simulas cumplir con las obligaciones y costumbres establecidas, no haces daño a otros o si se lo haces, los demás no se enteran, siempre dices la verdad o haces que tus mentiras sean creíbles, la vida te ira sobre ruedas.

Aún recuerdo al hombre hostil que era mi padre, y digo era, no porque ya no lo sea; sino porque el alzheimer lo borró por completo. Sigo pensando que si ocurriese un milagro o, un medicamento lo devolviese de nuevo a la realidad, seguiría siendo el de antaño: Hay cosas que nunca cambian por más que la vida lo intente.



Ahí estaba yo. Como un suicida acercándose el cañón a la boca. Mis latidos corrían rápido, procurando alcanzar a la sangre que galopaba inquieta detrás del pulmón. Ya no había vuelta a atrás. Un afán enfermizo de saber para seguir viviendo, me guía bajo las ruedas del tren; como la dulce e ingenua, Anna Karerina, sólo piensa en cómo será recordada mañana, cuando está a punto de morir.

Llamo a la puerta. Parece que nadie me oye. Golpeo con más fuerza y la madera retrocede con un quejido. Empujo despacio. Todo está silencioso. Los viejos muebles con las mismas viejas ralladuras. Las alfombras con las manchas conocidas. El tiempo mantuvo las cosas en igual modo que en mi memoria. Mi madre, sin duda, así lo había querido. En sus dos últimas cartas, rememora todo a su capricho. La soledad le hace creer que vivimos felices en aquella casa. Si no quería quedarme siempre con la duda, era el justo momento para preguntarle, por qué había dejado que mi padre abusara de mí. Mi corazón reclamaba un simple: “No me di cuenta”. No podía soportar la idea de que ella lo supiese. Es mi madre. Estuve dentro de ella y por ella volvía a casa. Pero aquí nadie me espera.

Suena la alarma de un reloj en la cocina.
-¿Mamá?

Me acerco y veo una nota sobre la encimera: “Apaga el horno y sube a tu habitación. Tengo preparada una sorpresa para ti”.

¡Vaya! Eso era todo. Ni un beso, ni un bienvenida. Subí los peldaños carcomidos por las pisadas, cansados de subir y bajar sin moverse del sitio. En la habitación sólo había una carta encima de la cama. Abrí el sobre y leí.

“Mi vida no tiene sentido. No encontré lo que buscaba y es por eso que ahora regreso al único lugar donde fui feliz para morir en paz.”

No podía creer que esas líneas estuviesen firmadas con mi nombre, y tampoco podía creer que mi madre me apuntase con una pistola desde el umbral.

-¿Por qué me dejaste sola con él? No lo harás nunca más. Viviremos juntas para siempre- y disparó.





© Ainhoa Núñez Reyes



miércoles, 12 de junio de 2013

El mal gusto es atemporal, intemporal y muy a destiempo


La idea que tengo a cerca del mal  gusto la reflejé hace algunos años en un microcuento que se llama:
Lógica reflexiva


Observando a mi vecina, que siempre está metiendo la nariz en los asuntos de otros: comprendí que el olfato carece de sentido del gusto.


(24 palabras)


Sigo pensando igual. Claro que, todas las narices no huelen de la misma forma. La importancia de la nariz es mucha. Aunque no lo crean. Conocí un caso de un individuo desmemoriado que llevaba toda la vida perdiéndose cosas porque las olvidaba. Se olvidó de crecer, de amar, de reproducirse… y seguiría perdiéndoselas sino se hubiese olvidado también de respirar. ¡Ah, amigo! ¡Hasta aquí podíamos llegar! Es vital saber hasta dónde se puede llegar. Pero, ¿qué parte, glándula u órgano nos marca el límite? ¡El cerebro!, habrá gritado un listillo (,a para no discriminar, aunque nosotras sabemos que...). Bueno, bueno. Pues, no. El cerebro está muy de moda. Dicen que hace de todo (lo mismo dijeron del microondas). Yo creo que tanta fama se le ha subido a la cabeza. Cerebro/cabeza, cerebro/cabeza, cerebro/cabeza... de tanto oírlo no se pueden separar. ¡Total!, ¿para qué? A fin de cuentas, el cerebro solo sirve para pensar. Ahora, otra vez el listillo(,a...) que salta con lo de la boina. Eso lo hace la cabeza. ¡No mezclemos, no mezclemos, porque empezamos a mezclar las cosas y no sabemos dónde nos llevarán!  El cerebro, el cerebro...¿Alguien le ha encontrado alguna utilidad más? ¡No tiene sentido!

Refutado lo del cerebro, la siguiente opción sería el corazón. Me encanta el corazón. Con sus curvas voluptuosas y siempre en mi parte favorita, a la izquierda, tan rojo, roja, como yo. Pero después de pensar, con el cerebro, llegué a la conclusión de que el corazón no sirve más que para amar y para que te lo partan. Solamente. De ninguna forma puede ser el órgano que buscamos para limitar. ¡No tiene sentido!

Solo sirve para amar y para que te lo partan...¿Y para dejar de amar? -de nuevo el listillo (,a...) que me empieza a hartar-. Miré, usted, señor (,a...), el proceso para dejar de amar se realiza en dos partes: en la primera SE AMA, hasta aquí llega el corazón, y en la segunda parte del proceso SE PIENSA que el individuo, o razón de nuestro amor,  PENSAMOS que no nos merece, o PENSAMOS que merecemos algo mejor, o PENSAMOS  que no nos quiere porque siempre llega tarde y/o borracho y/o sin ningún detalle de amor, o porque vete tú a saber lo que PENSAMOS... y entonces dejamos de amar ¿Alguien ve la relación entre cerebro y pensar? El corazón no es capaz de dejar de amar por sí solo, ¿quién soy yo para atribuírselo? Además, ¡qué no quiero! A ver   sí se nos sube a la cabeza y tenemos un conflicto órganoterritorial. La palabra cabezón por fin tendría lógica.

Ahora, adelantándome al listillo (,a...) que algo sacará para revocarme la autenticidad de mi argumento con la segunda eficacia del corazón: para que te lo partan. "Si sirven para que te lo partan, también servirá para partir."
Si sirven para que te lo partan, también servirá para partir... ñi, ñi, ñi, ñi. ¡Jo!  Que te lo partan es una acción extrínseca. Nadie se parte el corazón, se lo parten. ¿Como se le parte el corazón a alguien? Pues, PENSANDOPENSANDO, hay muchas maneras, pero todas las tengo que PENSAR... ¿He dicho PENSAR? Si no atan cabos yo lo dejo, por favor!... PENSEMOS que los atan, entonces sabrán que el corazón, por sí mismo, no parte nada. Y ahora, sí. Hemos llegado a donde esperaba. Al principio, a la nariz. Lugar en donde estaríamos de no haberse metido nadie. No doy nombres. 

Con la lógica reflexiva del micro, llegamos a la conclusión de que la nariz carece de sentido del gusto, a secas. Nadie dijo nada del mal gusto.  El sentido de toda esta disertación es que yo afirmo que el mal gusto es atemporal, intemporal y muy a destiempo, y además, huele. Exacto. La nariz huele. Por eso  he sabido todo el tiempo que la parte, glándula u órgano que buscábamos era el olfato. Además, ¡es el único que tiene sentido!

Que la nariz huele nadie me lo va discutir, pero mi afirmación de que mal gusto huele, seguramente sí. ¡Hombre, qué si! Esto, en vez de una entrada de blog, parece una manifestación de listillos (,as...). Como todos los argumentos se tienen que demostrar, pasemos de la teoría a la práctica. De  aquí http://listas.20minutos.es/lista/reliquias-asombrosas-de-personajes-famosos-300031/  saqué las fotos y argumentos prácticos de esta teoría. No creo que después de ver estas imágenes (algunos las llaman reliquias), duden que huela.


EL CEREBRO DE EINSTEIN

EL CEREBRO DE EINSTEIN
Se encuentra en University Medical Center, Princeton, New Jersey. Lo extrajo sin permiso el Dr. Thomas Harvey. ¡Qué mono el doctor!  Total, para saber lo que nosotros sabemos sin desmembrar: el cerebro vivo sirve para pensar y muerto para dar qué pensar.

DEDO DE GALILEO

DEDO DE GALILEO
Se encuentra en el Museo di Storia della Scienza, Florencia. En realidad son dos dedos,  un pulgar y un corazón de mano y fueron amputados de los restos mortales... ¡menos mal! Pues, esto es otro descubrimiento matématico, dedo  =  cerebro. Muertos sirven para dar qué pensar. 

HUESOS DE LOS OÍDOS DE BEETHOVEN




HUESOS DE LOS OÍDOS DE BEETHOVEN
Viva la ironía. Se los quitaron en la autopsia pero con el tiempo se perdieron. Continúan perdidos, pero dos fragmentos del cráneo reaparecieron en 2005 en Danville, California. Las pruebas de ADN demostraeon su autenticidad y ahora están en la Universidad Estatal de San José.

EL CORAZÓN DE CHOPIN





EL 
CORAZÓN DE CHOPIN  Not comment.


EL PENE DE RASPUTÍN





EL PENE DE RASPUTÍN
Russian Museum of Erotica, St. Petersburgo
Raputín era un gran ... ¡Ruso!, por ejemplo.
¿Todavía no huelen?

EL HÍGADO DE LOS SIAMESES CHUNG




EL HÍGADO DE LOS SIAMESES CHUNG
¿Huele o no huele? Ese afán de mostrar y exponer partes del cuerpo es un poco enfermizo ¿o no? Lo consideran obras o reliquias... yo, para el televisor, prefiero el toro y la gitanilla de toda la vida.




muñecas gitanillastoro de osborne, toro de soborne

Podría haber puesto:

La cabeza de Tomás Moro
El corazón de Juana de Arco
Un tumor en el maxilar superior izquierdo de Grover Cleveland
Fragmentos del cráneo de Abraham Lincoln
La pierna derecha de Sarah Bernhardt
La mano de San Andrés...

Creo que si habéis llegado hasta aquí, estaréis de acuerdo conmigo y si no, al menos le habré echado narices.



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